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Cuando transcurran diez, quince o veinte años y la siguiente generación eché la vista hacia atrás:
¿Qué concepción tendrán de la nuestra?
¿Se preguntarán cómo llegamos a aquí?
¿Entenderán las razones del porqué de nuestras acciones?
Este proceso de cuestionamiento es universal. Nosotros también a su vez lo hicimos con nuestra predecesora, y ellos con la suya...
¿Se preguntarán cómo llegamos a aquí?
¿Entenderán las razones del porqué de nuestras acciones?
Este proceso de cuestionamiento es universal. Nosotros también a su vez lo hicimos con nuestra predecesora, y ellos con la suya...
Si pudiera explicarles lo ocurrido quizás la mejor forma posible sería con una parábola.
A todo el mundo le gusta los cuentos y más aún cuando contienen moralejas.
Esta es la historia de la rana y la cazuela.
Érase una vez un aprendiz de cocinero que quería preparar uno de sus platos predilectos. El particular manjar no era otro que el de ancas de rana. Para su elaboración calentó una cazuela repleta de agua y la dejó hervir. Cuando el vapor ya ascendía y su ruido era un signo evidente del máximo estado de ebullición, de una jaula de rejillas metálicas extrajo el primer animal. Pese a la agitación de la rana, la sostenía con delicada fuerza, y la dejó caer a poca altura dentro del recipiente. Que sorpresa se llevó el joven cuando ésta salió de un brinco, disparada hacia el exterior por el efecto reflejo del calor. El aprendiz fue detrás de la rana y la volvió a introducir en la jaula. Tenía que hallar la forma de cocerla sin que ésta tuvieron opción de volver a escapar. Entonces pensó en cubrir la cazuela con una tapadera y repitió el mismo proceder. La rana volvió a saltar y con tanta fuerza que volcó la tapadera y salpicó de agua todo a su alrededor. El estropicio fue considerable, así que esta vez al chico no sólo le tocó recuperar la rana sino fregar la encimera y el suelo de la cocina. Derrotado por la dificultad de la receta, estuvo a punto de desistir, pero en el último instante tuvo una gran idea. Vació la ardiente cazuela y la llenó de agua tibia. Con mucha aprensión, volvió a echar a la rana en la cazuela y aguardó para contemplar su reacción. Extrañamente la rana no saltó. Acto seguido decidió prender los fogones. Miró des de arriba y se fijó en que ésta no se movía. Esperó manteniéndose atento a cualquier movimiento, pero no ocurrió nada. La temperatura fue subiendo gradualmente y la rana seguía flotando sin inmutarse. Al llegar al punto de evaporación, el cocinero cogió la tapadera vigilando de que la rana no saltara por tercera vez, pero lo sorprendente en esta ocasión fue el observar como la rana ya inmóvil se cocía sin mostrar ninguna clase de resistencia. ¿Cómo era aquello posible? Podía advertir el olor de la carne hervida, pero la rana no respondía. Cuando creyó que ya estaba en su punto, apagó los fogones y con un cucharón retiró el animal de la cazuela. La colocó en un plato de cerámica y se quedó mirándola. Estaba del todo cocida. Su engaño al fin había resultado. Toda la oposición y resistencia habían sido extinguidas con una bien escalonada y progresiva trampa. A continuación llegó el turno de las demás ranas y repitió el mismo sistema. Pero en vez de ponerlas una a una, las introdujo todas a la vez. El resultado fue el mismo y pronto logró disponer de toda una bandeja repleta de ancas de rana. El aspirante a chef quedó de lo más satisfecho, no sólo por haber podido gozar de tal deleitosa comida, o por haber logrado preparar tan gustosa receta, sino por haber descubierto una de las más antiguas y grandes artimañas habidas y por haber.
Esta es la historia de la rana y la cazuela.
Érase una vez un aprendiz de cocinero que quería preparar uno de sus platos predilectos. El particular manjar no era otro que el de ancas de rana. Para su elaboración calentó una cazuela repleta de agua y la dejó hervir. Cuando el vapor ya ascendía y su ruido era un signo evidente del máximo estado de ebullición, de una jaula de rejillas metálicas extrajo el primer animal. Pese a la agitación de la rana, la sostenía con delicada fuerza, y la dejó caer a poca altura dentro del recipiente. Que sorpresa se llevó el joven cuando ésta salió de un brinco, disparada hacia el exterior por el efecto reflejo del calor. El aprendiz fue detrás de la rana y la volvió a introducir en la jaula. Tenía que hallar la forma de cocerla sin que ésta tuvieron opción de volver a escapar. Entonces pensó en cubrir la cazuela con una tapadera y repitió el mismo proceder. La rana volvió a saltar y con tanta fuerza que volcó la tapadera y salpicó de agua todo a su alrededor. El estropicio fue considerable, así que esta vez al chico no sólo le tocó recuperar la rana sino fregar la encimera y el suelo de la cocina. Derrotado por la dificultad de la receta, estuvo a punto de desistir, pero en el último instante tuvo una gran idea. Vació la ardiente cazuela y la llenó de agua tibia. Con mucha aprensión, volvió a echar a la rana en la cazuela y aguardó para contemplar su reacción. Extrañamente la rana no saltó. Acto seguido decidió prender los fogones. Miró des de arriba y se fijó en que ésta no se movía. Esperó manteniéndose atento a cualquier movimiento, pero no ocurrió nada. La temperatura fue subiendo gradualmente y la rana seguía flotando sin inmutarse. Al llegar al punto de evaporación, el cocinero cogió la tapadera vigilando de que la rana no saltara por tercera vez, pero lo sorprendente en esta ocasión fue el observar como la rana ya inmóvil se cocía sin mostrar ninguna clase de resistencia. ¿Cómo era aquello posible? Podía advertir el olor de la carne hervida, pero la rana no respondía. Cuando creyó que ya estaba en su punto, apagó los fogones y con un cucharón retiró el animal de la cazuela. La colocó en un plato de cerámica y se quedó mirándola. Estaba del todo cocida. Su engaño al fin había resultado. Toda la oposición y resistencia habían sido extinguidas con una bien escalonada y progresiva trampa. A continuación llegó el turno de las demás ranas y repitió el mismo sistema. Pero en vez de ponerlas una a una, las introdujo todas a la vez. El resultado fue el mismo y pronto logró disponer de toda una bandeja repleta de ancas de rana. El aspirante a chef quedó de lo más satisfecho, no sólo por haber podido gozar de tal deleitosa comida, o por haber logrado preparar tan gustosa receta, sino por haber descubierto una de las más antiguas y grandes artimañas habidas y por haber.
Más allá de cualquier parecido, comparación o extrapolación a la genuina realidad y con la firme convicción de que todos nosotros y nosotras no somos ni sapos ni ranas, sino homínidos racionales de gran capacidad intelectual... se hace difícil negar el olor a quemado.
Al igual que ocurre en nuestras cocinas cuando se nos quema un guiso, una pizza o un pollo, en nuestra gran cocina que es el país donde (sobre)vivimos huele a quemado.
Por mucho que abran las ventanas, que pongan ambientadores o que digan que el olor viene de fuera, aquí huele a quemado y des de hace tiempo.
Muchas ya se han cocido, otras ya saltaron, pero la gran mayoría seguimos quietas, tranquilas, sedadas por el paulatino calor, a la espera de que un día la temperatura disminuya, ni que sea un puñado de grados.
¡Oh lo que daríamos porqué el chef bajase un par de grados! Con eso nos conformaríamos.
Levantaríamos la vista entre las nubes de vapor y le daríamos las gracias.
Gracias por haber decidido no hervirnos aún.
Gracias por habernos salvado de tal fatídico destino.
En definitiva, nuestras más sinceras gracias.
Esta podría ser la historia de un renacuajo que sigue flotando en una cazuela, sino fuera porque se trata de un homínido racional de gran capacidad intelectual... o eso creo yo.
Al igual que ocurre en nuestras cocinas cuando se nos quema un guiso, una pizza o un pollo, en nuestra gran cocina que es el país donde (sobre)vivimos huele a quemado.
Por mucho que abran las ventanas, que pongan ambientadores o que digan que el olor viene de fuera, aquí huele a quemado y des de hace tiempo.
Muchas ya se han cocido, otras ya saltaron, pero la gran mayoría seguimos quietas, tranquilas, sedadas por el paulatino calor, a la espera de que un día la temperatura disminuya, ni que sea un puñado de grados.
¡Oh lo que daríamos porqué el chef bajase un par de grados! Con eso nos conformaríamos.
Levantaríamos la vista entre las nubes de vapor y le daríamos las gracias.
Gracias por haber decidido no hervirnos aún.
Gracias por habernos salvado de tal fatídico destino.
En definitiva, nuestras más sinceras gracias.
Esta podría ser la historia de un renacuajo que sigue flotando en una cazuela, sino fuera porque se trata de un homínido racional de gran capacidad intelectual... o eso creo yo.
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