Preparándome para montarme en el monoplaza.
Justo acabo de llegar del circuito de competición de Calafat en Tarragona. Un día duro en todos los sentidos. Dejo mis pertenencias en la mesa, me deshago de las zapatillas y me tumbo en la cama. Que bien se está cuando se retorna al hogar. Jornada afuera de 24 horas más semejante a una completa de 120. Los ojos se me cierran lentamente, muy lentamente. Aún oigo el rugir...
Partimos anticipadamente, caravana de domingueros en sábado matinal. Los nervios preconcebidos aumentan. ¿Vamos a llegar a tiempo? Conseguimos alcanzar el primer peaje dirección sur. Cola que alberga otra a modo de muñeca rusa. Hoy no puedo estar más nervioso. En los coches gente en bikini y bañador. Definitivamente hemos topado con los amantes de las playas meridionales.
Cruzamos los atascos más ilusoriamente inoportunos y las carreteras se hacen nuestras. Ahora llegamos sobrados. Nervios disminuyendo pero en alerta. Arribamos y damos presencia con la identificación en mano. Me inscriben en el turno de tarde. Las 2 del mediodía en su máxima puntualidad. Hora de la teórica en los hangares. Toca el llamado briefing. Tras fugaces pero indispensables consejos y normas de pilotaje, hemos aprobado todos con matrícula. Ahora nos toca demostrar la práctica.
El grupo de los Fórmula 1 nos separan del resto de pilotos de los biplazas y nos trasladan a unos boxers específicos. Allí toca instrucción de reconocimiento de pistas. El circuito de Calafat no es de los más sencillos. Varias curvas y revueltas ejercen su aura de respeto ante los inexpertos. Para los audaces son sólo meros retos a su atrevimiento. En un mini que sobrepasa el límite de cualquier travesía, a base de mantener la cara pegada en el cristal, nos hacemos una idea de las claves del circuito.
Bajamos y tengo el pulso a mil revoluciones. Las piernas y los brazos temblando. Sudo muchísimo y el calor no ayuda. He contraído un virus llamado adrenalina, y la cura ha tomado aspecto de Fórmula Renault 1600 negro. Me pongo el casco, los guantes, me instalo en su interior. Soy capaz de alcanzar casi el suelo con los brazos. Voy a ras de asfalto. Repaso corto de la maniobrabilidad de la maquinaria. Demasiada adrenalina circulando por mis venas. Me quedó con lo de fondo y frenar.
"A la señal del de adelante". El pie derecho ha cobrado autonomía. Mi mente lógica ha capitulado y mi mente impulsiva tiene el mando. Un rugir esperpéntico sale de atrás. Como onda expansiva, ésta atasca mis orejas. El motor se revoluciona y las ruedas han emprendido un vastísimo impulso.
Milésimas de segundo antes de apretar el acelerador.
Primera recta, voy con la visera abierta, el aire colma y explota en mi cara. Cambio marchas, espero que el motor no estalle. Sigo acelerando, tomo velocidad y la cosa va a más. Mi visión se focaliza y pierdo el sentido de lo que me rodea. El asfalto me guía, o eso creo.
La curva está al caer, freno, reduzco marcha y vuelvo a apretar a fondo el acelerador. El aparato empieza a correr de verdad. Nos fusionamos: máquina y hombre en unidad. Nos activamos, nos estimulamos, persistimos acelerando, nos apresuramos, avivamos, agilizamos y cuando creemos que no se hay más, urgimos, nos embalamos y precipitamos. Todo esto a dosis desorbitadas de gasolina y hormonas.
Más curvas, toca frenar para reactivar los valores de excitación, agitación, fogosidad y nerviosismo que mi sistema nervioso tanto clama a gritos.
Vuelvo a poner los pies en el suelo, y el bajón da fe de existencia. Sigo en la línea y me siento un poco más vivo que ayer, pero no más que mañana.
Al terminar la carrera.
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